RESIDENTES DE BALLESOL RECONOCIDOS POR SUS OFICIOS
Dª. NURIA GONZÁLEZ, BAILARINA.
Hace muchos años que sus pies dejaron de levitar sobre un escenario. Dª. Nuria González, residente en Ballesol Badalona, mantiene intacto el talento, la postura de las manos y los pies, incluso el peso ideal. Su piel y sus huesos son huellas de un cuerpo que aún se contorsiona más allá de los límites concebidos para una persona de 83 años. Tiene una mente privilegiada, y un corazón rendido de antemano a las emociones y las lágrimas. “Perdone si interrumpo la conversación y me pongo a llorar, hay recuerdos que no volverán y eso me entristece”. Con tan sólo 14 años ya era una niña sujeta a unas piernas inquietas, que el colegio de monjas no la dejaban enseñar. Era otra época, recuerda, como la de bailar en parejas de chicas hasta que entró en la academia. Allí estaba Toni Marí, un bailarín, el mejor; un caballero, hasta el final; y un marido ejemplar. “Bailaba clásico y poseía unas manos y unos pies destinados a expresar arte y sentimientos”. Era tan bueno, ensalza, que era el único al que le pagaban los trajes, los demás tenían que alquilarlos. Él le enseñó a bailar claquet, tango, a escuchar la música, volar sobre el piso de baile “y el camino que lleva del escenario al altar”, confiesa con la voz entrecortada y temblorosa. Ha sido siempre una mujer adelantada a su época, que bailaba con la autorización del contratante porque no tenía los 18 años, que conoció a Manolo Escobar en aquellas noches del Teatro Nuevo de Badalona cuando “cantaba sin cobrar porque quería hacerse famoso” y que viajó hasta Marruecos para bailar.
Fue una vida de sacrificios, porque Toni trabajaba de taxista hasta que los viernes, sábados y domingos se abrían las puertas de las mejores salas y teatros.Lo que allí se presenciaba era magia, parecida a la de Houdini, retando a las leyes de la física. Un acto de escapismo tan similar al del ilusionista astrohúngaro, en el que Toni aupaba a Nuria por encima de su cabeza, “entre el cielo y sus hombros”, recuerda, para cerrar el Vals con una figura acrobática que terminaba de rodillas junto a él. Había que ser firme y delicado, flexible y rítmico para que el ejercicio fuese perfecto y el aplauso unánime. Era un momento mágico, del que luego hablarían las parejas que acudían al Cine Verdi de Barcelona a ver una película y el espectáculo del intermedio que se repartían los cómicos, bailarines y cantantes. Hasta les salió una oportunidad rocambolesca y circense (se ríe antes de contarla) “¡Quisieron contratarnos en el circo ¡pero el espectáculo y todo lo que rodeaba la función no terminó de convencernos”. Tampoco les convenció emular a Fred Astaire y Ginger Rogers en “Flying Down to Rio” o “Roberta”, porque ni la influencia de coreografías como el Tap o bailes como el swing parecían muy naturales: “había muchos trucos en aquellas secuencias”.
Son estas, historias que ocurrieron en un pasado que rememora desde la felicidad y que, por qué no, vuelven, pasan por la memoria, y a veces, por la realidad… lleva once meses en Ballesol Badalona “sin parar de hacer cosas, incluso he ganado el premio miss elegancia, y me he animado a bailar, ¡pero oiga!, nunca a aconsejar, ¿quién soy yo para hacerlo?”, se despide agarrada a las manos de Elena Rodriguez (Tasoc) y Carlos Torrico (Fisioterapeuta), testigos de un relato con mucha vida y humildad, la misma con la que empezó su biografía.
Dª. EMILIA ALFONSA, REPASADORA DE PELÍCULAS.
Parte de la historia del cine se la debemos a ella. Hubo un momento en el que “Lo que el viento se llevó” pasó por sus manos. El fotograma en el que Escarlata proclama que “aunque tenga que matar, engañar o robar, a Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre” fue un instante mucho más corto para ella, pero trascendental en su oficio. Dª. Emilia Alfonsa González fue repasadora de películas. ¿En qué consistía? la preguntan siempre que comienza a hablar de ello. Tan sencillo como “utilizar las máquinas repasadoras y moviolas para analizar fotograma a fotograma cada película y comprobar que la película estaba en buen estado para su posterior reproducción. Si el deterioro era importante había que restaurarla o acortarla con la empalmadora”. Lo recuerda como si fuese ayer, sentada plácidamente junto a Daniel Cerrato, Tasoc de Ballesol Mirasierra, testigo de la lúcida memoria de esta residente. Su padre trabajaba en la empresa cinematográfica española Filmófono haciendo las carteleras del Palacio de la Música. Cuando Dª. Emilia pasaba a limpiar, visionaba películas con sólo 12 años. Fue una imposición propia – justifica orgullosa- que la llevó a ejercer el oficio de repasadora hasta cumplir los 23 años. Ya estaba casada y un trabajo bien pagado debía de pasar por más manos, pero muy escogidas. ¿Tan difícil era la labor, Emilia? la pregunta una de sus mejores amigas en Ballesol Mirasierra. La sala de bobinado tenía la mejor luz del edificio, la suficiente para abrir dos palmos la ventana y no molestar. No tenía cuadros, sólo carteles de las películas distribuidas. Una vez que situabas la lámpara justo enfrente, el ritual parecía más quirúrgico que cinematográfico. Aquellos “cirujanos plásticos del celuloide” con bata blanca se cuidaban de tener las manos limpias, ejercer un leve movimiento de nudillos y preparar el silencio antes de que la cinta corriese. En aquellas máquinas robustas se colocaban los rollos de película de 16 mm “para medir cada copia, algo necesario porque entre los datos que se apuntaban estaba el de su metraje para comprobar posteriormente que se devolvía la misma copia que se había entregado”. Cuando la cinta era un doblaje se tardaban hasta dos horas… La historia no sólo consistía en encajar como un guante el ojo en la película. Una de las funciones de la repasadora de películas era la de ver y escuchar simultáneamente la banda sonora, supervisar que cada fotograma estuviese limpio y no deteriorado… No era fácil si el parpadeo era continuo. Era importante cuidar todos los detalles “para que no se repitiese el sonido y la imagen. La primera película era la original por lo que la responsabilidad era muy grande”. Del almacén salían diariamente varios sacos de lona llenos de películas y etiquetados, la mayoría largometrajes mexicanos, de ahí su admiración por Jorge Negrete y éxitos como “¡Ay Jalisco, no te rajes¡” o “Siempre tuya”. Aunque nada comparable con el día que conoció a Mario Moreno “Cantinflas”. Había acudido el actor cómico mexicano a recoger un premio en el edificio donde trabajaba Dª. Emilia, “a la salida coincidimos los dos entre una nube de fotógrafos. Me sorprendió comprobar lo caballero que fue. Nos invitó a mi marido y a mí a un café mientras preguntaba por mi oficio y las películas que repasaba. Nos deseamos mucha suerte”. Sin proponérselo Cantinflas había hecho realidad una de sus memorables frases: “la primera obligación de todo ser humano es ser feliz…la segunda, es hacer feliz a los demás”.
D. PEDRO BLANCO PULIDO, GUITARRISTA, COMPOSITOR, MAESTRO.
Es un hombre capaz de ver el mundo a través del arte. Y eso no es fácil cuando se nace catorce días antes de comenzar la Guerra Civil Española. Y encima en Tetuán, escenario del bombardeo de la que era capital del protectorado español de Marruecos. Pedro Blanco Pulido se hizo mayor, muy pronto, entre los siete hermanos de una familia sencilla… tuvo que emigrar pasando por Sevilla, Suiza y Alemania. Mucha vida en tan poco tiempo y con escasa maleta, pueden pensar. De entre todos los enseres que iban y venían, el más preciado podría ser una radio, un entretenimiento anestésico que enamoraba a Pedro cuando escuchaba el sonido que producía el nylon y ese trasteo agudo de una guitarra flamenca en manos de un maestro. De una manera autodidacta a los trece años ya tocaba con soltura una guitarra de ciprés, una de las más comunes por aquella época. “Aprendí yo solo, pero tan grande era mi pasión que después de mucho insistir, mi familia reunió las 125 pesetas necesarias para comprarme mi primera guitarra…y ya nunca me pude separar de ella”. Mientras lo recuerda se apresura a coger una que le acompaña en su estancia en la residencia Ballesol San Carlos de Málaga. El sonido de este instrumento depende mucho del estado de ánimo. Lo reconocen todos los grandes – Paco de Lucía, Narciso Yepes, Andrés Segovia– maestros como él, que hablaban de la guitarra y sus complejidades. Ese embrujo que le acompaña a pellizcos está hoy con él. “Estamos de enhorabuena, ¡vamos maestro!”, se frota las manos uno de sus amigos en la residencia. Se sienta en el borde del sillón, se sube delicadamente las perneras del pantalón hasta que deja ver sus tobillos. Un ritual muy corriente entre los maestros antes de acunar la guitarra entre sus brazos. Se hace el silencio, cierra los ojos, y comienza a deslizar la punta de los dedos, perpendiculares al diapasón, para tocar los acordes, confiesa que “cuando entré en Ballesol no podía tocar la guitarra debido al temblor de mis manos consecuencia de distintas enfermedades. Ahora veo pequeños progresos y puedo tocar de nuevo…” El talento no se pierde, por eso de jovencito encontró la inspiración escuchando a Niño Ricardo, considerado por algunos como el mejor acompañante al toque de todos los tiempos. Después llegó la influencia de Paco de Lucía, amigo, compañero “y el mejor guitarrista de la historia”.
Estando en Frankfurt en los años 60, Pedro fundó una peña flamenca en la que se reunían artistas del flamenco, aprendices, soñadores y emigrantes “que hacían turnes por Alemania en lugares de diversión… y de formación”.
Cuando volvió a España en 1972 siguió tocando la guitarra, y también comenzó a enseñar. Lejos de ser pretencioso, compartió todo lo que sabía con sencilla sabiduría, despegada de toda vanidad. Entre sus alumnos estuvieron “Tomatito, José Luis Lastre, Enrique Campos, Niño Chaparro…”. Al primero le cogió con trece años, en su etapa más influyente, antes de que acompañara a cantaores de prestigio como Pansequito, Lebrijano, Paco de Lucía o Camarón. Para todos ellos fue “el primer maestro”, “la primera influencia”, “la técnica perfecta”. La guitarra más influyente de Málaga continuó tenaz y perseverante transmitiendo su sabiduría, esta vez desde el asesoramiento y venta de guitarras clásicas, flamencas y otros instrumentos musicales. Desde hace más de 35 años, “Málaga Musical” es mucho más que la mejor tienda de la ciudad: un pequeño museo del que salen guitarras hechas de madera de tapa de pino, abeto alemán, diapasón de ébano y mango de cedro. Orgulloso de su legado, respira feliz desde “la inspiración que he encontrado en Ballesol San Carlos para recuperarme físicamente y volver a tocar la guitarra como antes”. Y por cierto, Pedro, ¿a qué suena su guitarra? “La guitarra… ¡a orquesta!. Es el único instrumento que tocándolo solo una persona es capaz de sonar como una orquesta completa. Para mí una guitarra española suena a vida”. Gracias.