Todas las mañanas la misma rutina: comprar el periódico, cruzar a la acera de enfrente, sentarse en la misma esquina del bar y tomar ese desayuno alargándolo hasta que hubiese leído todo lo que la prensa le ofrecía. Si no le apetecía no tenía que decir más palabras que “buenos días” porque en la tienda de la prensa y en el bar le ofrecían su periódico y su desayuno sin siquiera pedirlo.
Aunque algunos pudiesen pensar lo contrario era un hombre feliz, tan apasionado de su felicidad que la defendía frente a cualquiera que pudiese dudar de ello.
Muchos días se sorprendía a sí mismo hablando con su mujer y manteniendo largas conversaciones en las que le daba cuenta de lo que había hecho, de sus pequeños proyectos, de los problemas que le preocupaban o de las alegrías que sentía, que de todo había.
Se sorprendía pidiéndole consejos, consultándole su opinión. A veces discutían, algo que no les resultaba ajeno, pero quién sabe si eso lo hacían para poder disfrutar luego del placer de la reconciliación.
Y así como las conversaciones con ella le resultaban sencillas nunca tenía fuerzas para explicarle a su familia, o a sus amigos, que todos los días daba un largo paseo porque ella se lo había aconsejado, que no usaba cierta ropa porque su mujer decía que no le gustaba, que no iba a hacer ese viaje porque después de comentarlo con ella no le veían demasiado interés.
Desde luego que nada le preocupaba el que los demás pensasen que no tenía personalidad, que su mujer le manejaba o que carecía de criterio propio. Podían pensar lo que quisieran. Él sabía que ella no siempre estaba de acuerdo con lo que hacía y que no contar algunas cosas era la mejor manera de evitar disgustos innecesarios.
Lo que realmente le preocupaba era cómo explicarles que, aunque ya hacía tiempo que había pasado el momento en el que le deseaban mucho ánimo para superar el fallecimiento de su mujer, él podía seguir manteniendo esas conversaciones porque sabía las respuestas que ella le iba a dar, porque sabía cómo pensaba, porque la conocía tan bien como si fuesen una sola persona, porque “dos no es igual que uno más uno”, y si eso no se siente resulta imposible explicarlo.
Nota: Gracias a Joaquín Sabina