EL BAÑO DE OLA

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Había unas casetas con ruedas, que una caballería introducía en el agua, para que los bañistas pudiesen acceder a ella sin mancharse con la arena. Posteriormente, en tiempos más proletarios, se instalaba en la playa una maroma que se internaba en el mar. Agarrados a la cuerda, los arriesgados bañistas se aventuraban en el proceloso. En la colección del “Blanco y Negro” que heredé de mi abuelo, y que leía ávidamente durante mi infancia, había muchas referencias a esta costumbre incipiente. También se reían de ella muchos chistes. Recuerdo uno, creo que de Xaudaró, en el que una dama muy emperifollada, grita desde la orilla a su esposo, un dandi que se ha metido en el mar hasta el tobillo: “¡Casimiro, no te internes, que están pescando bonitos!” y en “La venganza de don Mendo”, el rey condecora a un personaje “por su loca audacia y su arrojo en tomar Baños”.

Lo cierto es que los baños de ola se pusieron de moda. Para ello, tuvieron que romper su nefasta relación con el baño casero, que tenía mala fama. A principios de siglo su uso como práctica higiénica y de limpieza, era casi desconocido. A falta de otros recursos, se usaba sobre todo como antitérmico. En el tifus y la pulmonía –enfermedades por entonces casi mortales-, cuando la fiebre subía, el baño era un remedio heroico e ineludible. No es de extrañar que adquiriera un carácter solemne y profundamente dramático, puesto que muchas veces era el preludio de la muerte. El baño de ola era otra cosa. Higiénica, pero festiva. Comenzaba ya la costumbre del veraneo en el mar. Siempre se había veraneado, pero en las cercanías. En Toledo, mi ciudad natal, la costumbre era trasladarse a los cigarrales, unas pequeñas fincas al otro lado del Tajo, donde uno podía achicharrarse, escuchando a las cigarras. Pero a mediados del siglo XIX se extiende como una epidemia la fiebre de viajar. En 1845, Bretón de los Herreros se reía de esta agitación:

Pues bien, como les decía, los baños de ola comenzaron a ser un motivo para viajar. Por muy sano que fuera, el baño tenía sus peligros, sobre todo morales. En un Reglamento de baños publicado en San Sebastián en 1831 ya se vapuleaba a los que se bañaban “con abandono del pudor y la decencia, que atacan la virtud y provocan a la inocencia más recatada”. Un extravagante escritor falangista, Enrique Gimenez Caballero, llegó a escribir: “Si no hubiesen enseñado tanto los muslos las mujeres francesas en los “vaudevilles” y piscinas de París, donde se educaron nuestros republicanos; si no hubiesen jugado tanto a la pelotita las yanquis que llenan las pantallas de nuestros cines desde hace años y si no se hubiesen entregado al culto del sol y del tueste en esas playas nórdicas que el “europeismo” de hace algún tiempo puso de moda, quizá no hubiese estallado esta horrible guerra civil de España”. ¡Quién iba a decir que el casto baño de ola iba a conducir a semejantes horrores!

 ¡Tiene la moda, la fe mía,raras manías! ¿Qué dirían los padres de mi abuelo si volvieran al mundo en nuestros días? Contentos con su hogar y con su cielo, sólo usaban la mula y la gualdrapa para dar un vistazo a su majuelo. Hoy hemos dado en el contrario abuso. Ya español que no viaja se denigra. Nadie está bien en donde Dios le puso.

Pero no es esto lo que me intriga del baño de ola, sino las leyendas que a su alrededor se trenzaron y que aún perduran. Habrán oído alguna de ellas, y me encantaría que me las contasen. En Asturias, sigue la tradición de que nueve baños seguidos en septiembre aseguran la salud, aumentan la fertilidad y eliminan los espíritus negativos. En Valencia, bañarse en la noche de San Juan es salutífero, pero se tiene que saltar nueve olas de espaldas. Para que el hechizo funcione, no se puede uno mirar al espejo. Esta relación de los números con los baños es amplia. El Padre Sarmiento, a mediados del XIX hablaba de una superstición gallega. Si se bañaba a un niño enfermo sumergiéndole tres veces en el río con camisa, y se dejaba después marchar la camisa por el río, el niño sanaba. En otros lugares, los baños tenían que ser pares para que fueran sanos, aunque las autoridades médicas no se ponían de acuerdo. Miro con cierta nostalgia una postal desvaída del Balneario de Santander, donde comenzó el baño de ola. La compré en el Rastro. Alguien, que firma Elena, escribe con cuidada caligrafía: “ Querido Manuel: A la niña la están sentando muy bien los baños de ola”. Todo esto forma parte de mi historia.