Los inocentes. Que cuando llegan tarde siempre es por culpa del tráfico, de la lluvia, del transporte, de dramas que todo lo explican y justifican. Que demuestran una extrema rapidez para encontrar en el entorno a otros que son los verdaderos responsables de fallos, fracasos y retrasos. Con una especial habilidad para demostrar que, aunque han puesto sus mejores esfuerzos, ha sido la falta de colaboración, cuando no la torpeza, de los demás lo que ha impedido el éxito del proyecto.
Los culpables. Que asumen su culpa incluso antes de que el error se haya producido. Los que rápidamente son capaces de interrumpir cualquier actividad, hasta unas vacaciones, para asegurar que todo está saliendo mal porque ellos están ahí, y que las cosas irían mucho mejor si se les dejase al margen. Disfrutan tanto asumiendo una culpa muchas veces irreal que logran obligar a quienes les rodean a interrumpir cualquier tarea para dedicar todo el tiempo a consolarles.
Los ocurrentes. Para los que nada es suficiente. Que dedican toda su fuerza mental a inventar cosas nuevas que impiden prestar la debida atención a las tareas cotidianas, o que proponen agrandar cualquier proyecto hasta hacerlo irrealizable. Que en realidad esconden así su falta de disposición para el trabajo e impiden que cualquier proyecto salga adelante al convertirlo en algo insignificante y carente de interés.
Los optimistas. Aquellos que piensan que todo es posible, que no importa si se dispone o no de medios para llevarlo a cabo, que no consideran necesaria una valoración adecuada de lo que se precisa para lograr los objetivos planteados, que ni siquiera piensan que valga la pena considerar riesgos y la compensación del esfuerzo a realizar. Los que lo resumen todo diciendo que basta con la voluntad para hacer realidad los deseos, y a los que poco o nada les importa perder el tiempo acometiendo tareas de imposible resultado.