FRÍO Y CALOR

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«Escribo en un bello restaurante, frente a Toledo, que bajo el sol se recoge en sí mismo como un galápago. Veo al fondo las aguas del Tajo, y en la orilla las ruinas de unos molinos antiguos, donde jugué de niño»

Ese recuerdo me ha llevado a otros, porque dicen los expertos que tendemos a acordarnos de los sucesos que sintonizan con nuestro estado de ánimo. Si estamos tristes, recordamos sucesos tristes, si estamos alegres acontecimientos alegres, y si estamos celosos, episodios de celos. Me siendo agradablemente nostálgico y rememoro el viejo caserón toledano donde pasé mi infancia y mi adolescencia. Toledo es una ciudad bella y extremosa. Sufre un calor de justicia y un frío implacable. En mi casa, en los duros años de posguerra, no había calefacción, y sobrevivíamos con el rudimentario pero eficaz sistema de camilla y brasero. Cuando iba al colegio, veía en las puertas de las casas los braseros encendiéndose, con una brujeril chimeneita de hojalata colocada encima. Se preparaban con un lecho de carbón mineral, cubierto por una capa de carbón vegetal. De vez en cuando aparecía un “tizo”, que era un trozo de carbón mal quemado, que echaba un apestoso humo. Periódicamente, había que mover la lumbre con una badila metálica, para renovar el calor. Salir de aquel mínimo reducto confortable, para atravesar pasillos y aventurarse en las gélidas habitaciones de la inclemente y maravillosa casa, era una proeza. Sobre la camilla, se realizaba una tarea doméstica que a los niños nos gustaba mucho: limpiar lentejas. En aquellos tiempos de penuria, las lentejas incluían los tres reinos de la naturaleza. A su naturaleza vegetal se unía el mineral de las piedrecillas profusamente mezcladas con ellas, y el animal, representado por unos opulentos gorgojos que las habitaban , y que acababan por salir de sus guaridas y andar torpemente sobre el hule blanco con que protegían la mesa. Limpiar lentejas provoca un gesto parecido al del avariento que cuenta su dinero. Minúscula calderilla dorada eran las lentejas. A veces, durante la rutinaria tarea, nos contaban cuentos de miedo, y distraídos se nos pasaban lentejas con bicho, comportamiento que merecía justamente una severa reprimenda. Aquellas noches nos costaba a los niños un poco más salir de la protección del cuarto de estar para lanzarnos a las frías tinieblas exteriores.

«Salgo de los recuerdos para volver a mirar el río que, como los recuerdos, es siempre igual y siempre cambiante»

El calor era más fácil de combatir en las casonas toledanas, de gruesos muros y patio con aspidistras. Los patios eran frescos. En los pisos altos, había que utilizar el arte de las corrientes de aire. A ciertas horas había que cerrar las ventanas a cal y canto, para que no entrara el calor exterior. A otras, convenía abrir estratégicamente algunas ventanas, para que se estableciera una fresca corriente de aire. Eso hacía que sentarse en el vano de la puerta, bajo el dintel, fuera una opción agradable. El agua se refrescaba en los botijos. No todos tenían la misma capacidad refrigerante. El problema más grave que provocaba el calor, era el de la conservación de alimentos. Solían utilizarse unas “fresqueras”, que eran unos receptáculos de alambrera que se colgaban al exterior, en una zona de sombra. Más tarde llegaron las neveras, en las que había que introducir hielo, porque ellas no producían frío, solo lo conservaban. En Toledo, el hielo lo repartían unos operarios que trasladaban las barras en una carretilla, cubiertas con una arpillera. La llegada del frigorífico –al igual que la de la lavadora automática- fue la señal de que podíamos acercarnos al paraíso filmado por el cine americano.